Recordando la Última Cena, pensemos en nosotros…

Queridos hermanos: Empezamos la meditación de hoy con un extracto del libro de la Gran Cruzada de la Salvación N° 52, que hablándonos de la noche del Jueves de la Pasión de nuestro Señor nos dice:

“Aquella noche de tragedia fue noche oscura para Mi alma que se adentraba titubeante entre los olivos de Getsemaní.  Había dicho a los Apóstoles que aquella noche todos tropezarían en Mí, porque tenía que verificarse la profecía: ‘Heriré al Pastor y se dispersarán las ovejas.’

Sabía que Me abandonarían, pero estaba también cierto de que volverían a Mí.  Lo que dije tenía por finalidad hacerles ver que iba a la muerte con el conocimiento de su abandono.  Yo conozco a todas Mis criaturas y no fue nada nuevo oír decir a Pedro aquella frase, espontánea, sí, pero llena de presunción.  Su abierta declaración fue de gran dolor para Mi Humanidad.  Pedro: ¿tú Me serás fiel y tú sólo?  El gallo no habrá cantado dos veces cuando tú ya Me habrás negado tres veces.  Pedro ¿qué dices?  ¿Quieres hacerme creer en tu fidelidad?  ¿Quieres decirme tal vez, que tú Me amas más que todos?  No te había pedido esta declaración, te la pediré después, cuando haya resucitado, y entonces comprenderás lo que hora no puedes comprender.  Sí, oh, Mi Pedro, es verdad que Me amas, pero todavía no sabes qué es el amor sin fallas, no conoces lo que vales sin Mi ayuda.”

Es más fácil amar a Dios, que dejarse amar por Él. Ya que, para dejarse amar por Él, es preciso saberse necesitado de su Amor, reconocerse miserable y tener el corazón abierto para recibir sus luces y su guía. Es fundamental saberse y sentirse pecador y con necesidad de perdón. Es necesario anhelar la presencia de Dios en la vida, para que sea Él quien repare, sane y dé nueva forma a lo que se ha descompuesto, enfermado y malformado… Y para esto se requiere una buena dosis de humildad.

Es por eso que es más fácil decir que se ama a Dios, y sí, claramente dar testimonio de esto, teniendo en nuestras manos la posesión absoluta de nuestros tiempos, quereres y decisiones, pero es mucho más difícil y comprometido, dejar que Él tome las riendas de nuestra vida y nos dejemos amar como Él quiere amarnos.

Pedro lo amaba, sin duda, pero no había dejado que el amor de Jesús imperara en su vida, aún cuando él estaba “decidido a ir hasta el fin” con Jesús. No se había dejado amar por Dios. No había comprendido que, para dejarse amar, hay que soltar; hay que confiar y hay que esperar. Hay que mostrarse tal como es uno y reconocerse ante Dios como miserable y pecador; vaciarse del yo de la soberbia y la autonomía y llenar el corazón de Dios con verdadera humildad.

Cuánto oímos de católicos que dicen amar a Dios, pero en realidad sus actitudes dejan mucho qué desear, pues sus vidas no se parecen al testimonio que Jesús vino a transmitirnos y a pedirnos, para que seamos capaces de replicar en la vida propia la vida de nuestro Redentor. ¡Cuántos otros, decimos amar a Dios, pero en realidad nos hace falta ese fuego que el Espíritu Santo regala a las almas que están comprometidas a dejarse amar por Él…!

La realidad es que hoy en día, a los católicos y al mundo entero, nos hace falta la experiencia del amor de Dios, es decir: nos hace falta vaciarnos de nuestros caprichos, egoísmos, falsedades, posturas piadosas, falsas humildades, conductas convenientes por o para algo, etcétera, para poder tener ese encuentro cara a cara con Dios y dejarnos amar por Él, entendiendo que el verdadero amor es humilde y no presuncioso, y que aquél que dice nunca haber experimentado una caída o falla, no puede realmente sentir el amor de Dios, porque su soberbia y orgullo le hacen alejarse de la necesidad viva de pedir al Señor Su Compasión y perdón, y con esto Su Amor…

El alma presunciosa, vanidosa y soberbia, es incapaz de saberse necesitada de amor y ayuda, más aún: piensa que es capaz, por sí misma, de amar a Jesús hasta el final, sin pedir la ayuda de Dios.

Esa fue la razón de la caída de Pedro y del tropiezo de su fidelidad. Nada puede el hombre sin la ayuda de Dios; ni siquiera el amar a Dios… La Caridad es fruto exclusivo del Espíritu Santo, y Él y solo Él, es capaz de aumentar y dar este regalo.

El Señor, en la Gran Cruzada de la Misericordia 92, nos comenta que Judas, aún después de la traición pudo haberse salvado, sólo con haber creído en Él y en Su Amor Misericordioso. Es decir, que el alma que se siente en falta y miserable, recibe la luz del Espíritu Santo, haciendo nacer en ella el sentimiento de la necesidad del auxilio de Dios, de su misericordia y su perdón.

No es así cuando el alma se obstina en vivir en sus faltas y pecado, y aún diciéndose o sintiéndose “católica” o “creyente”, actúa de manera egoísta y pone al margen la acción de Dios en su alma. Estas almas, son aquellas a las que la conversión nunca llega, y su proceso de encuentro con el Amor Misericordioso de Dios, se hace cada día más lejano, a causa de su orgullo y soberbia.

Son las almas que caminan en el filo del acantilado de la perdición, porque aunque “creyentes”, y sintiendo remordimientos por los pecados y errores cometidos (estos remordimientos surgen del Amor y la Misericordia de Dios, que no quiere ver perderse a su criatura), pero no llegan a sentir verdadero arrepentimiento por sus faltas, las justifican de algún modo y por lo mismo, nunca llegan a pedir perdón de corazón, no llegan a convertirse y enmendar sus vidas, y por consiguiente, al final de su camino reniegan y descreen de la Misericordia de Dios y se pierden para siempre.

“Pedro es un caso, un ejemplo que estuvo materialmente presente en la noche de la traición,  dice el Señor en la Cruzada de la Salvación 52, y continúa—: pero ustedes saben que no solo Pedro estaba presente, sino todos ustedes con todas sus miserias. Por eso entré al Huerto oprimido por inmensas penas y Me abandoné a la tristeza”.  

Es así, queridos hermanos, cómo todos nuestros actos, pensamientos y palabras, deben de pasar por el filtro de la pureza de intención. Siempre tratando de agradar a Dios y dar testimonio de Su Palabra, sabiéndose imperfectos, miserables, y conscientes de que, sin las efusiones del Espíritu Santo, nada se es y nada se puede.

Quien piensa que por sus propios méritos tiene, puede, sabe o realiza cualquier cosa, en favor de los demás o aún en beneficio a las cosas de Dios, comete un gran pecado y se aparta por consiguiente de Dios. Quien piensa que se merece tal o cual cosa especial, por hacer, ayudar o trabajar en las cosas de Dios o a favor de algún hermano, se aparta de Dios y envilece su alma, perdiendo cualquier clase de beneficio que el Señor le daría por haberlas realizado.

El Señor nos comenta: “Yo conozco a Mis ovejas y Mis ovejas conocen Mi voz, quien no la reconoce es porque no es de las Mías, aunque se vista igual.” (CA-56). Meditemos hoy sobre eso.

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